28 enero 2007

La Leyenda de los Volcanes


Las huestes del Imperio azteca regresaban de la guerra.

Pero no sonaban ni los teponaxtles ni las caracolas, ni el huéhuetl hacía rebotar sus percusiones en las calles y en los templos. Tampoco las chirimías esparcían su aflautado tono en el vasto valle del Anáhuac y sobre el verdiazul espejeante de los cinco lagos (Chalco, Xochimilco, Texcoco, Ecatepec y Tzompanco) se reflejaba un menguado ejército en derrota. El caballero águila, el caballero tigre y el que se decía capitán coyote traían sus rodelas rotas y los penachos destrozados y las ropas tremolando al viento en jirones ensangrentados.

Allá en los cúes y en las fortalezas de paso estaban apagados los braseros y vacíos de tlecáxitl que era el sahumerio ceremonial, los enormes pebeteros de barro con la horrible figura de Texcatlipoca el dios cojo de la guerra. Los estandares recogidos y el consejo de los Yopica que eran los viejos y sabios maestros del arte de la estrategia, aguardaban ansiosos la llegada de los guerreros para oír de sus propios labios la explicación de su vergonzosa derrota.

Hacía largo tiempo que un grande y bien armando contingente de guerreros aztecas había salido en son de conquista a las tierras del Sur, allá en donde moraban los Ulmecas, los Xicalanca, los Zapotecas y los Vixtotis a quienes era preciso ungir al ya enorme señorío del Anáhuac. Dos ciclos lunares habían transcurrido y se pensaba ya en un asentamiento de conquista, sin embargo ahora regresaban los guerreros abatidos y llenos de vergüenza.

Durante dos lunas habían luchado con denuedo, sin dar ni pedir tregua alguna, pero a pesar de su valiente lucha y sus conocimientos de guerra aprendidos en el Calmecac, que era así llamada la Academia de la Guerra, volvían diezmados, con las mazas rotas, las macanas desdentadas, maltrechos los escudos aunque ensangrentados con la sangre de sus enemigos.

Venía al frente de esta hueste triste y desencantada, un guerrero azteca que a pesar de las desgarraduras de sus ropas y del revuelto penacho de plumas multicolores, conservaba su gallardía, su altivez y el orgullo de su estirpe.
Ocultaban los hombres sus rostros embijados y las mujeres lloraban y corrían a esconder a sus hijos para que no fueran testigos de aque retorno deshonroso.

Sólo una mujer no lloraba, atónita miraba con asombro al bizarro guerrero azteca que con su talante altivo y ojo sereno quería demostrar que había luchado y perdido en buena lid contra un abrumador número de hombres de las razas del Sur.

La mujer palideció y su rostro se tornó blanco como el lirio de los lagos, al sentir la mirada del guerrero azteca que clavó en ella sus ojos vivaces, oscuros. Y Xochiquétzal, que así se llamaba la mujer y que quiere decir hermosa flor, sintió que se marchitaba de improviso, porque aquel guerrero azteca era su amado y le había jurado amor eterno.

Se revolvió furiosa Xichoquétzal para ver con odio profundo al tlaxcalteca que la había hecho su esposa una semana antes, jurándole y llenándola de engaños diciéndole que el guerrero azteca, su dulce amado, había caído muerto en la guerra contra los zapotecas.

--¡Me has mentido, hombre vil y más ponzoñoso que el mismo Tzompetlácatl, - que así se llama el escorpión-; me has engañado para poder casarte conmigo. Pero yo no te amo porque siempre lo he amado a él y él ha regresado y seguiré amándolo para simpre!
Xochiquétzal lanzó mil denuestos contra el falaz tlaxcalteca y levantando la orla de su huipil echó a correr por la llanura, gimiendo su intensa desventura de amor.

Su grácil figura se reflejaba sobre las irisadas superficies de las aguas del gran lago de Texcoco, cuando el guerrero azteca se volvió para mirarla. Y la vio correr seguida del marido y pudo comprobar que ella huía despavorida. Entonces apretó con furia el puño de la macana y separándose de las filas de guerreros humillados se lanzó en seguimiento de los dos.

Pocos pasos separaban ya a la hermosa Xochiquétzal del marido despreciable cuando les dio alcance el guerrero azteca.

No hubo ningún intercambio de palabras porque toda palabra y razón sobraba allí. El tlaxcalteca extrajo el venablo que ocultaba bajo la tilma y el azteca esgrimió su macana dentada, incrustada de dientes de jaguar y de Coyámetl que así se llamaba al jabalí.

Chocaron el amor y la mentira.

El venablo con erizada punta de pedernal buscaba el pecho del guerrero y el azteca mandaba furioso golpes de macana en dirección del cráneo de quien le había robado a su amada haciendo uso de arteras engañifas.

Y así se fueron yendo, alejándose del valle, cruzando en la más ruda pelea entre lagunas donde saltaban los ajolotes y las xochócatl que son las ranitas verdes de las orillas limosas.

Mucho tiempo duró aquél duelo.

El tlaxcalteca defendiendo a su mujer y a su mentira. El azteca el amor de la mujer a quien amaba y por quien tuvo arrestros para regresar vivo al Anáhuac.

Al fin, ya casi al atardecer, el azteca pudo herir de muerte al tlaxcalteca quien huyó hacia su país, hacia su tierra tal vez en busca de ayuda para vengarse del azteca.

El vencedor por el amor y la verdad regresó buscando a su amada Xochiquétzal.

Y la encontró tendida para siempre, muerta a la mitad del valle, porque una mujer que amó como ella no podía vivir soportando la pena y la vergüenza de haber sido de otro hombre, cuando en realidad amaba al dueño de su ser y le había jurado fidelidad eterna.

El guerrero azteca se arrodilló a su lado y lloró con los ojos y con el alma. Y cortó maravillas y flores de xoxocotzin con las cuales cubrió el cuerpo inanimado de la hermosa Xochiquétzal. Corono sus sienes con las fragantes flores de Yoloxóchitl que es la flor del corazón y trajo un incensario en donde quemó copal. Llegó el zenzontle también llamado Zenzontletole, porque imita las voces de otros pajarillos y quiere decir 400 trinos, pues cuatrocientos tonos de cantos dulces lanza esta avecilla.

Por el cielo en nubarrones cruzó Tlahuelpoch, que es el mensajero de la muerte.

Y cuenta la leyenda que en un momento dado se estremeció la tierra y el relámpago atronó el espacio y ocurrió un cataclismo del que no hablaban las tradiciones orales de los Tlachiques que son los viejos sabios y adivinos, ni los tlacuilos habían inscrito en sus pasmosos códices. Todo tembló y se anubló la tierra y cayeron piedras de fuego sobre los cinco lagos, el cielo se hizo tenebroso y las gentes del Anáhuac se llenaron de pavura.

Al amanecer estaban allí, donde antes era valle, dos montañas nevadas, una que tenía la forma inconfundible de una mujer recostada sobre un túmulo de flores blancas y otra alta y elevada adoptando la figura de un guerrero azteca arrodillado junto a los pies nevados de una impresionante escultura de hielo.

Las flores de las alturas que llamaban Tepexóchitl por crecer en las montañas y entre los pinares, junto con el aljófar mañanero, cubrieron de blanco sudario las faldas de la muerta y pusieron alba blancura de nieve hermosa en sus senos y en sus muslos y la cubrieron toda de armiño.

Desde entonces, esos dos volcanes que hoy vigilan el hermoso valle del Anáhuac, tuvieron por nombres Iztaccihuatl que quiere decir mujer dormida y Popocatepetl, que se traduce por montaña que humea, ya que a veces suele escapar humo del inmenso pebetero.

En cuanto al cobarde engañador tlaxcalteca, según dice también esta leyenda, fue a morir desorientado muy cerca de su tierra y también se hizo montaña y se cubrió de nieve y le pusieron por nombre Poyauteclat, que quiere decir Señor Crepuscular y posteriormente Citlaltepetl o cerro de la estrella y que desde allá lejos vigila el sueño eterno de los dos amantes a quienes nunca podrá ya separar.

Eran los tiempos en que se adoraba al dios Coyote y al Dios Colibrí y en el panteón azteca las montañas eran dioses y recibían tributos de flores y de cantos, porque de sus faldas escurre el agua que vivifica y fertiliza los campos.

Durante muchos años y poco antes de la conquista, las doncellas muertas en amores desdichados o por mal de amor, eran sepultadas en las faldas de Iztaccihuatl, de Xochiquétzal, la mujer que murió de pena y de amor y que hoy yace convertida en nívea montaña de perenne armiño.

Tomado de:
Leyenda de los Volcanes

Un poema de José Santos Chocano en Divagaciones Amigas..
El Idilio de los Volcanes.

06 enero 2007

El Vestido Azul


Un cuento ambientado en Santiago de Chile que fue escrito a mediados del 2005 por Eduardo Nicolás
Interesante relato de como muchas veces un suceso que a nuestro parecer carece de importancia marca definitivamente nuestras vidas.Sin darnos cuenta, en algún momento, cambiamos nuestra conducta y nos vemos sumergidos en un mundo que no es el nuestro y al evocar ese recuerdo y enfrentarnos a el todo vuelve a la normalidad.
Una historia de amor en donde podemos apreciar como el verdadero amor no te ata sino que te ofrece alas para crecer a costa de saber que estamos dejando escapar el amor.




Como todo profesor, también soy un actor. Y como todo actor, frente a mi público debo cumplir cierto papel. Algunos actores lo hacen bien y otros lo hacen mal.
En mi caso, no sé cómo fue mi actuación aquella noche.
Yo no quería decirle adiós, pero era necesario; no hubiese sido sano mantener esa larga conversación entre nosotros. Para ella la despedida fue difícil, Estela no tenía los pies en la tierra en ese momento. ¿Y yo? Yo tampoco, pero mis botas pesan mucho más que las suyas. Esa noche, mientras me alejaba caminando, ella seguía observándome, resistiéndose a lo sucedido, con la secreta esperanza de que me volviera y la mirara por una última última vez. Me costó no hacerlo; yo intuía que ella se sentía así. Lo que no sabía, hasta ahora, es cómo ella se había sentido después de ese encuentro. Aunque conocía mi número teléfonico; y yo, el suyo; aunque conocíamos nuestras direcciones; aunque teníamos un lugar de encuentro y mucho más por hablar, no volvimos a vernos.
Antes, cuando Estela vivía con sus padres, en esas ocasiones en que salía y llegaba tarde a casa ellos se quedaban esperándola en el living y la recibían con mucho cariño, por muy tarde que fuera. Ya no es así; por eso cuando Estela se encontraba frente a la puerta de su departamento, mucho después de despedirse de mí, quería evitar entrar en él. Sabía que al otro lado de la puerta se sentiría desilusionada de sí misma y que nadie estaría allí para consolarla. Giró la llave muy lento, esperando que algo la detuviera y que la puerta se abriera como por arte de magia, como antes, cuando ella sabía que su padre estaba detrás del umbral pero él siempre se las arreglaba para que la puerta pareciera abrirse sola. Pero no fue así y lo único que Estela pudo hacer al respecto fue franquear a oscuras el corto trecho hasta su dormitorio.
En su cama, Estela no podía conciliar el sueño ni podía conciliarse consigo misma. Recordó innumerables veces la noche en la que se encontró conmigo por vez primera; sucedió en un bar en Merced que suelo frecuentar, a veces solo, a veces con uno que otro amigo. Estaba solo, y era primavera, y los atardeceres ocurrían a eso de las ocho y media; más o menos a las nueve Estela ingresó al bar. Había caminado largos ratos por todo ese barrio; fue un silencio inesperado, causado por una ináudita coordinación entre los semáforos que rodeaban al Parque Forestal, el que permitió que por unos instantes se escuchara en las veredas la música proveniente del bar. En ese instante tocaban una melodía de un grupo que le gustaba a ella por lo que reconoció la melodía de inmediato. Siempre me ha gustado el ambiente de ese lugar. Estela enganchó de inmediato; tomó distintos cafés, sentada en los largos sillones de colores fuertes, leyó algunas revistas, vio algunos flyers y cuadros, y también le dedicó tiempo a la música que le gustaba tanto. Porque no sólo tocaban la música que le gustaba a ella sino que también la que ella después descubriría que me gusta a mí.
No pasó mucho tiempo hasta que Estela me reconoció. Yo la había visto pero no había puesto atención en ella, después de todo, no sabía quién era; ella, en cambio, me reconoció de inmediato: “¿Baltasar?”, me preguntó, tratando de ocultar su timidez con su dulzura. Luego me contó que hace algunos años (bastantes, a decir verdad) fue mi alumna de inglés en la facultad de derecho de la Universidad de Chile. Aunque me costó, la recordé. Se veía tan distinta. Según ella, yo, en apariencia al menos, era el mismo de esos años ya pasados; no le creí pero algo de razón debía tener, de otro modo no me hubiese reconocido.
Al día siguiente del adiós, cuando Estela despertó y miró el cielo, pensó que sería un buen día de Otoño, un día perfecto para lo que había planeado hacer: ordenar y limpiar su departamento. De hecho las cerca de ocho horas que le tomó tal tarea pasaron muy rápido para ella. Su intención era cambiar la sensación que su entorno le causaba. Quería sentirse en un nuevo hogar. Cambió de lugar algunas cosas, escondió y guardó otras, e incluso dentro de su clóset el orden era diferente.
Poco antes de la caída de la noche ya habia logrado su propósito; parecía conforme con el resultado. Se encontraba frente al ventanal de su sala de estar, contemplando como se prendían poco a poco las luces de la ciudad desde el piso 11. A esas horas ya no recordaba ni daba muchas vueltas a todo lo que pareció atormentarla la noche anterior.
No era la primera vez que lo hacía. Estela no se había dado cuenta de que siempre que sentía incomprensión recurría a ese ordenar, tanto en la casa de sus padres, en el pasado, como en su departamento, ese día. Gracias a éstos, su corazón y su memoria sentían un alivio que duraba algunos días; una vez terminado ese periodo de tranquilidad interna se dedicaba por completo al estudio, en el pasado, o al trabajo, ahora.
Estela miraba las luces del cielo y de la tierra. Sostenía entre sus manos un tazón con chocolate caliente, que disfrutaba mientras escuchaba música. La radio tocaba la misma intérprete que la incitó a entrar el bar; era una mujer que ella no sólo admiraba musicalmente sino que también por la forma en la que gesticulaba cuando cantaba. Decía que la cara se le arrugaba tanto como si toda la emoción de la letra y de la melodía se expresaran, además, en su rostro. Tenía cierta fijación con los rostros, incluso con el suyo, y no por inclinaciones narcisistas sino porque sentía una facinación especial por la expresión humana, y para ella el rostro y las manos eran los dos puntos más expresivos del cuerpo. Le gustaba mirarse en los reflejos cuando escuchaba música: en las vitrinas de las tiendas, en las puertas del metro, en las ventanas de los cafés, en la noche; o simplemente en sus ventanas o espejos, tal como lo hacía en ese momento.
Sin embargo, algo era diferente a todas las ocasiones pasadas en las cuales se observó a sí misma.
Esta vez Estela no aparecía en la imagen reflejada en el vidrio de su ventana y lo que se veía no era precisamente su departamento; era un lugar similar, pero no era el mismo. En vez de fotos en la pared lateral de la habitación había otra ventana, la puerta que daba a su dormitorio tenía un marco diferente y los colores eran más opacos, tendientes al gris. Primero pensó que estaba soñando despierta, pero al cabo de unos minutos la imagen permanecía así, diferente, y sin ella. Sin su reflejo. Entonces recordó uno de sus libros favoritos, Alicia a través del Espejo; sin menor dilación Estela se entregó a su curiosidad y decidió transformarse, aunque sea por una sola noche, en ese personaje que tanto le gustaba y así encontrar lo que había al otro lado.
El marco de la puerta era distinto al real (si es que éste no era real) no sólo en su forma y textura sino también en la habitación de la que hacía antesala. Conducía a la habitación de Estela, pero no a la actual, sino a la de su antiguo hogar. Allí vivía en el desván de la casa. Dentro de esta nueva habitación estaban su antiguo catre, un armario francés, que no reconoció a primera vista, y su escritorio, con muchos cuadernos, libros, libretas y hojas sueltas sobre sí, que contenían escritos disueltos en ellas como si el tiempo los hubiese desparramado. Sólo tenían un elemento reconocible y ese elemento era la firma de Estela, que supo de inmediato lo que había sido escrito en esas hojas. Tiempo atrás me contó que hace mucho no escribía, más o menos desde el segundo año en la universidad, pero que el choque con las letras lo había tenido mucho antes. El primero de ellos sucedió cuando cursaba octavo básico. Para las clases de castellano tenía que escribir cuentos y leerlos frente al curso. Un día sus padres llegaron de la reunión de apoderados en el colegio y le dijeron que su profesora jefe les comentó que escribía bien, y Estela se sintió invadida porque, si bien ella gustaba de escribir, nunca pensó que alguien le hablara de eso, que alguien descubriera ese pequeño secreto que era de ella y de nadie más. Como consecuencia de lo que ella llamó una intromisión no volvió a escribir hasta cuatro años después. En octavo básico el libro que la motivó fue Crónicas Marcianas; en cuarto medio, El Señor de los Anillos, que fue el primer libro que la hizo llorar con su final (concretamente con Los Puertos Grises, que no es el final literal del libro sino el de la historia), y eso la impactó mucho. Quiso ser capaz de crear emociones y provocarlas mediante sus cuentos, por lo que volvió a escribir, esta vez relatos de fantasía. Así siguió hasta que en la universidad debió dedicar más tiempo a estudiar y luego a trabajar en las prácticas. Lo curioso es que ella nunca consideró literatura como una carrera, siempre quizo dedicarse a las leyes, “a hacer justicia”, decía. Al dejar de escribir parte de ella fue muriendo; llegó a tal punto que después no lo pudo retomar, a ese punto sin retorno en el que sentía que no tenía nada que contar ni inventar porque la vida en su hogar era monótona, la vida en la universidad era monótona y aparte de ello no tenía más.
Después me narró la última historia que escribió en esos años. Relataba los sucesos que vivía Katrina (”nombre que copié de Sleepy Hollow, la Leyenda del Jinete sin Cabeza”, dijo), que estaba predestinada a encontrarse con un mago llamado Timduk. Lo encuentra, conoce su hogar a un costado de un lago y de un bosque encantado. Como es muy curiosa, fisgonea en su biblioteca cuando él no está; con ello se entera de la historia y del pasado de Timduk, acaso alegres. El conflicto del cuento radica en que ese pasado está muy vinculado a Katrina. Timduk, por culpa de una maldición, era inmortal y, aunque todos hemos ambicionado la inmortalidad alguna vez, una vida eterna en soledad no es vida. Katrina lo ayuda a romper la maldición y al final Timduk muere. Y con él muere ella, porque ambos eran la misma persona; mejor dicho, Timduk era el cuerpo y Katrina era el alma. Al escuchar esta historia, le dije a Estela que yo tenía un cuento similar. “No, yo no escribo”, le dije, “yo escribí esa historia porque lo necesitaba, pero no escribo realmente”. La similitud más que en el fondo estaba en la forma, en el bosque y en la relación entre un hombre y una mujer; cosas aparentemente superficiales. Tiempo después se la entregué impresa. Le gustó mucho.
Estela nunca advirtió los símiles entre Katrina y ella. No me refiero sólo a sus personalidades sino también a algunas circunstancias; dejar que ella supiera tanto de mí podría ser nocivo, tanto para ella como para mí, o más, podría ser peligroso. Ella es de esas personas que leen a las demás con sólo verlas, es de esas personas capaces de ver esas cosas invisibles. Y está conciente de ello, de su capacidad ‘’lectora”. De que ella es como Katrina, a pesar de negarlo y decir que Katrina es un personaje ficticio, un invento de fantasía al igual que todo lo que escribía; pienso que es su manera de evitar asumir que estaba escribiendo sobre ella misma y su forma de ser. Por otro lado, no veo por qué ella se defiende de eso. Ser autoreferente no es malo, y lo dice aquella sabia frase: “todo lo que no es autobiográfico es plagio”.
Algo que Estela terminó por notar mucho después es que, pese a su capacidad de encontrar lo escondido, obviaba lo común a los ojos de todos, excluyéndose a un mundo propio e irreal.
Estela recuerda nuestros mensajes, correos electrónicos, diálogos y caminatas como si fueran una única, larga, deliciosa y continua conversación; una que llegó a su fin esa noche que nunca olvidaré. Recuerda que cuando yo ya había desaparecido de su horizonte ella consideraba dos opciones: entrar a su edificio o no hacerlo. Decidió no hacerlo porque no quería llegar a su departamento. Lo que hizo fue caminar por las calles aledañas, sin premura, observando el entorno. No era primera vez que caminaba a esas horas por Vicuña Mackenna; tampoco era la primera vez que fisgoneaba en las ventanas de los departamentos todo lo que pudiese fisgonear. Como la ventana parpadeantede su amiga Mariel, que vivía unos pisos debajo del suyo; sabía que ese parpadear era la luz intermitente que emitía su televisor. Mariel veía una película todos los sábados como si fuera un ritual sagrado. En ocasiones Estela la acompañaba y en otras iban al cine Lido. Les gustaba lo retro de esa pantalla curva que desfiguraba los subtítulos de las películas, las butacas duras, totalmente incómodas; ese cine tenía una sensación clásica, después de todo, en esas butacas la gente veía sus películas favoritas hace muchos años. En los cines modernos no tenían ese feeling. Les parecían unos sitios vacíos y plásticos, por lo que no asistían mucho a ellos. Además el cine actual no les parecía tan bueno.
También recuerda con especial cariño una conversación que tuvimos después de ver una película de Almodóvar. Sí, en el Lido. Estábamos sentados en la fuente que está frente al cerro Santa Lucía, allí donde convergen José Miguel de la Barra, Merced y Victoria Subercaseux. Hablamos de tantas cosas esa vez, no solamente de la película. Diría que de lo que más conversamos fue de música. Yo le decía que me decantaba por dos corrientes, primero por la música celta y después por las voces de oro, como Frank Sinatra, Dean Martin, Perry Como, e incluso Nat King Cole; de ellos ella conocía únicamente a Sinatra. No me sorprendió su desconocimiento, así como tampoco me sorprendió el que yo no conociera los nombres de los intérpretes que le gustaban . Me contó que uno de sus discos favoritos se titulaba Amnesiac; yo le pregunté si ese disco cumplía el propósito que parecía enunciar. Me dijo que no, que era un disco hipócrita y mentiroso porque lo que menos conseguía al escucharlo era olvido.
El viejo armario nunca fue parte de la habitación de Estela. Ella lo vio por última vez a la edad de 12 años, al ser vendido poco antes de la mudanza de la familia. En ese entonces estaba dentro de la habitación de sus padres. Tenía tres puertas, que ahora estaban cerradas esperando a Estela. Tras la primera no había más que zapatos viejos y sus cajas de cartón respectivas, cubiertas de polvo, que guardaban fotografías ya deterioradas; todas ellas de épocas de las cuales Estela no tenía conciencia ni recuerdo alguno, tanto por su corta edad o porque todavía no había llegado a este mundo. Tras la segunda parecía no haber nada. Estela se decepcionó un poco, después de tantas sorpresas emocionales dentro de ese lugar mágico ella esperaba algo más en ese compartimento. Al menos pudo cumplir un sueño que nunca cumplió cuando era niña: saber lo que guardaba el compartimento superior; antes era muy bajita para saberlo. Se asomó en él. De pronto escuchó unas risas tímidas, risas de niño. De niña. Asumió que venían de la calle y miró por las ventanas de ese otro departamento pero sólo se veía niebla. Poco después recordó, recordó bien: esa risa infantil era la suya. “Hace tiempo que no río”, confidenció al aire. Recordó también que en el transcurso de alguna tarde le mencioné que ella tenía ciertos ademanes infantiles, tiernos por cierto, como cuando tomaba el tazón de café con las dos manos y se lo tomaba así, sin sacar la cuchara siquiera, como si lo estuviera protegiendo con esas manos delgadas. Y tras la tercera puerta había ropa. Vestidos, pantalones, blusas, poleras, abrigos; incluso la blusa negra con puntos blancos que le gustaba tanto y que había usado esa última última noche. Las prendas que estaban ahí guardadas tenían algo en común: Estela había decidido dejarlas en el pasado, quería olvidarlas porque de una u otra manera le causaban o le recordaban cierta incompresión. Al tomarlas y mirarlas nuevamente se dio cuenta de ese actuar inconciente que llevaba a cabo. Adquirieron sentido para ella esos súbitos cambios en sus gustos por la ropa, que si bien no la habían extrañado tanto como para cuestionárselos, sí los tenía muy presentel qs. Junto a las blusas colgaban los vestidos, entre ellos Estela encontró uno de color azul que le llamó la atención. Primero porque era de un color muy vivo y ella no solía usar ropa tan llamativa. Segundo porque no fue capaz de recordar la razón de estar ahí de ese vestido. Al intentar encontrar esa razón en su memoria y no poder hacerlo, Estela comprendió. “Olvidé completamente lo vivido con este vestido. Pero, ¿realmente lo superé?¿realmente lo dejé atrás?¿qué pasaría si lo vivido con él fuese algo parecido o igual a lo que estoy viviendo ahora? Por eso he cometido los mismos errores una y otra vez”. Recién en ese momento Estela se dio cuenta de cómo había vivido los últimos años, de por qué ya no escribía, de por qué su vida era tan monótona y solitaria; de como evadía el sufrimiento en vez de aprender de él. De que no había hecho nada por superar esa incomprensión de su propia vida.
Se probó el vestido. Se miró ante los espejos, caminó, movió los brazos, modeló. Era muy cómodo y le gustó como se veía con él, se sentía muy bien. La imagino. Debe verse hermosa.
Estela se enfrentó a la ventana que llevaba de vuelta a su lado del espejo. Todavía tenía el vestido puesto, y nuevamente su imagen no aparecía en el reflejo. Intentó tocar el vidrio y vio como parecía dilatarse ante el tacto de sus dedos. Pensó: ¿Y si regreso así, con el vestido puesto?
Todo lo que he relatado ha sido escrito por Estela en una carta que me ha enviado. Ahora nuestros caminos se han separado completamente y este mundo es demasiado grande (y tan pequeño a la vez) como para que se vuelvan a reencontrar pronto. Y si es que lo hacen, de seguro las circunstancias serán muy distintas. Sin embargo, sigo creyendo lo mismo: la mejor decisión fue despedirnos. Yo no sabía lo que Estela buscaba en mí, y lo que es peor, no sabía lo que yo buscaba ni lo que yo podría llegar a buscar en ella en el futuro, y lo cierto es que la incertidumbre de la respuesta a esa interrogante me asusta. Mi proyecto de vida no es compatible con el de ella, a pesar de la química entre nosotros y de todas las cosas que tenemos en común. Quizás simplemente yo no puedo aceptar una relación con alguien menor que yo. Así de menor, me refiero. Una parte de mí quisiera pensar diferente y retomar el contacto, pero la decisión ya está tomada. Mejor dicho: ya fue tomada y no intentaré cambiarla. Ya todo es diferente ahora. No por nada renuncié a mi trabajo después de lo sucedido, y no, no fue solamente por Estela, otras cosas que no es necesario mencionar me influenciaron. Una de ellas es que me di cuenta de que todavía quedaba mucho por crecer a pesar de mi edad.
Lo último escrito en la carta es lo siguiente: ella al fin siente que tiene algo que contar, que ya encontró un camino a seguir, que ya no seguirá escapando de sus sentimientos, que ya no evitaría la incomprensión sino que trataría de resolverla. Que volverá a escribir, y que esa carta fue, para todo eso, su primer paso, su verdadero regreso a la realidad.
P.D. = Debo confesarlo. Había previsto parte de lo que sucedería después de la despedida. Por eso cuando la miré directo a los ojos por última última vez, dejé en su alma un regalo que sabía que le gustaría.