06 enero 2007

El Vestido Azul


Un cuento ambientado en Santiago de Chile que fue escrito a mediados del 2005 por Eduardo Nicolás
Interesante relato de como muchas veces un suceso que a nuestro parecer carece de importancia marca definitivamente nuestras vidas.Sin darnos cuenta, en algún momento, cambiamos nuestra conducta y nos vemos sumergidos en un mundo que no es el nuestro y al evocar ese recuerdo y enfrentarnos a el todo vuelve a la normalidad.
Una historia de amor en donde podemos apreciar como el verdadero amor no te ata sino que te ofrece alas para crecer a costa de saber que estamos dejando escapar el amor.




Como todo profesor, también soy un actor. Y como todo actor, frente a mi público debo cumplir cierto papel. Algunos actores lo hacen bien y otros lo hacen mal.
En mi caso, no sé cómo fue mi actuación aquella noche.
Yo no quería decirle adiós, pero era necesario; no hubiese sido sano mantener esa larga conversación entre nosotros. Para ella la despedida fue difícil, Estela no tenía los pies en la tierra en ese momento. ¿Y yo? Yo tampoco, pero mis botas pesan mucho más que las suyas. Esa noche, mientras me alejaba caminando, ella seguía observándome, resistiéndose a lo sucedido, con la secreta esperanza de que me volviera y la mirara por una última última vez. Me costó no hacerlo; yo intuía que ella se sentía así. Lo que no sabía, hasta ahora, es cómo ella se había sentido después de ese encuentro. Aunque conocía mi número teléfonico; y yo, el suyo; aunque conocíamos nuestras direcciones; aunque teníamos un lugar de encuentro y mucho más por hablar, no volvimos a vernos.
Antes, cuando Estela vivía con sus padres, en esas ocasiones en que salía y llegaba tarde a casa ellos se quedaban esperándola en el living y la recibían con mucho cariño, por muy tarde que fuera. Ya no es así; por eso cuando Estela se encontraba frente a la puerta de su departamento, mucho después de despedirse de mí, quería evitar entrar en él. Sabía que al otro lado de la puerta se sentiría desilusionada de sí misma y que nadie estaría allí para consolarla. Giró la llave muy lento, esperando que algo la detuviera y que la puerta se abriera como por arte de magia, como antes, cuando ella sabía que su padre estaba detrás del umbral pero él siempre se las arreglaba para que la puerta pareciera abrirse sola. Pero no fue así y lo único que Estela pudo hacer al respecto fue franquear a oscuras el corto trecho hasta su dormitorio.
En su cama, Estela no podía conciliar el sueño ni podía conciliarse consigo misma. Recordó innumerables veces la noche en la que se encontró conmigo por vez primera; sucedió en un bar en Merced que suelo frecuentar, a veces solo, a veces con uno que otro amigo. Estaba solo, y era primavera, y los atardeceres ocurrían a eso de las ocho y media; más o menos a las nueve Estela ingresó al bar. Había caminado largos ratos por todo ese barrio; fue un silencio inesperado, causado por una ináudita coordinación entre los semáforos que rodeaban al Parque Forestal, el que permitió que por unos instantes se escuchara en las veredas la música proveniente del bar. En ese instante tocaban una melodía de un grupo que le gustaba a ella por lo que reconoció la melodía de inmediato. Siempre me ha gustado el ambiente de ese lugar. Estela enganchó de inmediato; tomó distintos cafés, sentada en los largos sillones de colores fuertes, leyó algunas revistas, vio algunos flyers y cuadros, y también le dedicó tiempo a la música que le gustaba tanto. Porque no sólo tocaban la música que le gustaba a ella sino que también la que ella después descubriría que me gusta a mí.
No pasó mucho tiempo hasta que Estela me reconoció. Yo la había visto pero no había puesto atención en ella, después de todo, no sabía quién era; ella, en cambio, me reconoció de inmediato: “¿Baltasar?”, me preguntó, tratando de ocultar su timidez con su dulzura. Luego me contó que hace algunos años (bastantes, a decir verdad) fue mi alumna de inglés en la facultad de derecho de la Universidad de Chile. Aunque me costó, la recordé. Se veía tan distinta. Según ella, yo, en apariencia al menos, era el mismo de esos años ya pasados; no le creí pero algo de razón debía tener, de otro modo no me hubiese reconocido.
Al día siguiente del adiós, cuando Estela despertó y miró el cielo, pensó que sería un buen día de Otoño, un día perfecto para lo que había planeado hacer: ordenar y limpiar su departamento. De hecho las cerca de ocho horas que le tomó tal tarea pasaron muy rápido para ella. Su intención era cambiar la sensación que su entorno le causaba. Quería sentirse en un nuevo hogar. Cambió de lugar algunas cosas, escondió y guardó otras, e incluso dentro de su clóset el orden era diferente.
Poco antes de la caída de la noche ya habia logrado su propósito; parecía conforme con el resultado. Se encontraba frente al ventanal de su sala de estar, contemplando como se prendían poco a poco las luces de la ciudad desde el piso 11. A esas horas ya no recordaba ni daba muchas vueltas a todo lo que pareció atormentarla la noche anterior.
No era la primera vez que lo hacía. Estela no se había dado cuenta de que siempre que sentía incomprensión recurría a ese ordenar, tanto en la casa de sus padres, en el pasado, como en su departamento, ese día. Gracias a éstos, su corazón y su memoria sentían un alivio que duraba algunos días; una vez terminado ese periodo de tranquilidad interna se dedicaba por completo al estudio, en el pasado, o al trabajo, ahora.
Estela miraba las luces del cielo y de la tierra. Sostenía entre sus manos un tazón con chocolate caliente, que disfrutaba mientras escuchaba música. La radio tocaba la misma intérprete que la incitó a entrar el bar; era una mujer que ella no sólo admiraba musicalmente sino que también por la forma en la que gesticulaba cuando cantaba. Decía que la cara se le arrugaba tanto como si toda la emoción de la letra y de la melodía se expresaran, además, en su rostro. Tenía cierta fijación con los rostros, incluso con el suyo, y no por inclinaciones narcisistas sino porque sentía una facinación especial por la expresión humana, y para ella el rostro y las manos eran los dos puntos más expresivos del cuerpo. Le gustaba mirarse en los reflejos cuando escuchaba música: en las vitrinas de las tiendas, en las puertas del metro, en las ventanas de los cafés, en la noche; o simplemente en sus ventanas o espejos, tal como lo hacía en ese momento.
Sin embargo, algo era diferente a todas las ocasiones pasadas en las cuales se observó a sí misma.
Esta vez Estela no aparecía en la imagen reflejada en el vidrio de su ventana y lo que se veía no era precisamente su departamento; era un lugar similar, pero no era el mismo. En vez de fotos en la pared lateral de la habitación había otra ventana, la puerta que daba a su dormitorio tenía un marco diferente y los colores eran más opacos, tendientes al gris. Primero pensó que estaba soñando despierta, pero al cabo de unos minutos la imagen permanecía así, diferente, y sin ella. Sin su reflejo. Entonces recordó uno de sus libros favoritos, Alicia a través del Espejo; sin menor dilación Estela se entregó a su curiosidad y decidió transformarse, aunque sea por una sola noche, en ese personaje que tanto le gustaba y así encontrar lo que había al otro lado.
El marco de la puerta era distinto al real (si es que éste no era real) no sólo en su forma y textura sino también en la habitación de la que hacía antesala. Conducía a la habitación de Estela, pero no a la actual, sino a la de su antiguo hogar. Allí vivía en el desván de la casa. Dentro de esta nueva habitación estaban su antiguo catre, un armario francés, que no reconoció a primera vista, y su escritorio, con muchos cuadernos, libros, libretas y hojas sueltas sobre sí, que contenían escritos disueltos en ellas como si el tiempo los hubiese desparramado. Sólo tenían un elemento reconocible y ese elemento era la firma de Estela, que supo de inmediato lo que había sido escrito en esas hojas. Tiempo atrás me contó que hace mucho no escribía, más o menos desde el segundo año en la universidad, pero que el choque con las letras lo había tenido mucho antes. El primero de ellos sucedió cuando cursaba octavo básico. Para las clases de castellano tenía que escribir cuentos y leerlos frente al curso. Un día sus padres llegaron de la reunión de apoderados en el colegio y le dijeron que su profesora jefe les comentó que escribía bien, y Estela se sintió invadida porque, si bien ella gustaba de escribir, nunca pensó que alguien le hablara de eso, que alguien descubriera ese pequeño secreto que era de ella y de nadie más. Como consecuencia de lo que ella llamó una intromisión no volvió a escribir hasta cuatro años después. En octavo básico el libro que la motivó fue Crónicas Marcianas; en cuarto medio, El Señor de los Anillos, que fue el primer libro que la hizo llorar con su final (concretamente con Los Puertos Grises, que no es el final literal del libro sino el de la historia), y eso la impactó mucho. Quiso ser capaz de crear emociones y provocarlas mediante sus cuentos, por lo que volvió a escribir, esta vez relatos de fantasía. Así siguió hasta que en la universidad debió dedicar más tiempo a estudiar y luego a trabajar en las prácticas. Lo curioso es que ella nunca consideró literatura como una carrera, siempre quizo dedicarse a las leyes, “a hacer justicia”, decía. Al dejar de escribir parte de ella fue muriendo; llegó a tal punto que después no lo pudo retomar, a ese punto sin retorno en el que sentía que no tenía nada que contar ni inventar porque la vida en su hogar era monótona, la vida en la universidad era monótona y aparte de ello no tenía más.
Después me narró la última historia que escribió en esos años. Relataba los sucesos que vivía Katrina (”nombre que copié de Sleepy Hollow, la Leyenda del Jinete sin Cabeza”, dijo), que estaba predestinada a encontrarse con un mago llamado Timduk. Lo encuentra, conoce su hogar a un costado de un lago y de un bosque encantado. Como es muy curiosa, fisgonea en su biblioteca cuando él no está; con ello se entera de la historia y del pasado de Timduk, acaso alegres. El conflicto del cuento radica en que ese pasado está muy vinculado a Katrina. Timduk, por culpa de una maldición, era inmortal y, aunque todos hemos ambicionado la inmortalidad alguna vez, una vida eterna en soledad no es vida. Katrina lo ayuda a romper la maldición y al final Timduk muere. Y con él muere ella, porque ambos eran la misma persona; mejor dicho, Timduk era el cuerpo y Katrina era el alma. Al escuchar esta historia, le dije a Estela que yo tenía un cuento similar. “No, yo no escribo”, le dije, “yo escribí esa historia porque lo necesitaba, pero no escribo realmente”. La similitud más que en el fondo estaba en la forma, en el bosque y en la relación entre un hombre y una mujer; cosas aparentemente superficiales. Tiempo después se la entregué impresa. Le gustó mucho.
Estela nunca advirtió los símiles entre Katrina y ella. No me refiero sólo a sus personalidades sino también a algunas circunstancias; dejar que ella supiera tanto de mí podría ser nocivo, tanto para ella como para mí, o más, podría ser peligroso. Ella es de esas personas que leen a las demás con sólo verlas, es de esas personas capaces de ver esas cosas invisibles. Y está conciente de ello, de su capacidad ‘’lectora”. De que ella es como Katrina, a pesar de negarlo y decir que Katrina es un personaje ficticio, un invento de fantasía al igual que todo lo que escribía; pienso que es su manera de evitar asumir que estaba escribiendo sobre ella misma y su forma de ser. Por otro lado, no veo por qué ella se defiende de eso. Ser autoreferente no es malo, y lo dice aquella sabia frase: “todo lo que no es autobiográfico es plagio”.
Algo que Estela terminó por notar mucho después es que, pese a su capacidad de encontrar lo escondido, obviaba lo común a los ojos de todos, excluyéndose a un mundo propio e irreal.
Estela recuerda nuestros mensajes, correos electrónicos, diálogos y caminatas como si fueran una única, larga, deliciosa y continua conversación; una que llegó a su fin esa noche que nunca olvidaré. Recuerda que cuando yo ya había desaparecido de su horizonte ella consideraba dos opciones: entrar a su edificio o no hacerlo. Decidió no hacerlo porque no quería llegar a su departamento. Lo que hizo fue caminar por las calles aledañas, sin premura, observando el entorno. No era primera vez que caminaba a esas horas por Vicuña Mackenna; tampoco era la primera vez que fisgoneaba en las ventanas de los departamentos todo lo que pudiese fisgonear. Como la ventana parpadeantede su amiga Mariel, que vivía unos pisos debajo del suyo; sabía que ese parpadear era la luz intermitente que emitía su televisor. Mariel veía una película todos los sábados como si fuera un ritual sagrado. En ocasiones Estela la acompañaba y en otras iban al cine Lido. Les gustaba lo retro de esa pantalla curva que desfiguraba los subtítulos de las películas, las butacas duras, totalmente incómodas; ese cine tenía una sensación clásica, después de todo, en esas butacas la gente veía sus películas favoritas hace muchos años. En los cines modernos no tenían ese feeling. Les parecían unos sitios vacíos y plásticos, por lo que no asistían mucho a ellos. Además el cine actual no les parecía tan bueno.
También recuerda con especial cariño una conversación que tuvimos después de ver una película de Almodóvar. Sí, en el Lido. Estábamos sentados en la fuente que está frente al cerro Santa Lucía, allí donde convergen José Miguel de la Barra, Merced y Victoria Subercaseux. Hablamos de tantas cosas esa vez, no solamente de la película. Diría que de lo que más conversamos fue de música. Yo le decía que me decantaba por dos corrientes, primero por la música celta y después por las voces de oro, como Frank Sinatra, Dean Martin, Perry Como, e incluso Nat King Cole; de ellos ella conocía únicamente a Sinatra. No me sorprendió su desconocimiento, así como tampoco me sorprendió el que yo no conociera los nombres de los intérpretes que le gustaban . Me contó que uno de sus discos favoritos se titulaba Amnesiac; yo le pregunté si ese disco cumplía el propósito que parecía enunciar. Me dijo que no, que era un disco hipócrita y mentiroso porque lo que menos conseguía al escucharlo era olvido.
El viejo armario nunca fue parte de la habitación de Estela. Ella lo vio por última vez a la edad de 12 años, al ser vendido poco antes de la mudanza de la familia. En ese entonces estaba dentro de la habitación de sus padres. Tenía tres puertas, que ahora estaban cerradas esperando a Estela. Tras la primera no había más que zapatos viejos y sus cajas de cartón respectivas, cubiertas de polvo, que guardaban fotografías ya deterioradas; todas ellas de épocas de las cuales Estela no tenía conciencia ni recuerdo alguno, tanto por su corta edad o porque todavía no había llegado a este mundo. Tras la segunda parecía no haber nada. Estela se decepcionó un poco, después de tantas sorpresas emocionales dentro de ese lugar mágico ella esperaba algo más en ese compartimento. Al menos pudo cumplir un sueño que nunca cumplió cuando era niña: saber lo que guardaba el compartimento superior; antes era muy bajita para saberlo. Se asomó en él. De pronto escuchó unas risas tímidas, risas de niño. De niña. Asumió que venían de la calle y miró por las ventanas de ese otro departamento pero sólo se veía niebla. Poco después recordó, recordó bien: esa risa infantil era la suya. “Hace tiempo que no río”, confidenció al aire. Recordó también que en el transcurso de alguna tarde le mencioné que ella tenía ciertos ademanes infantiles, tiernos por cierto, como cuando tomaba el tazón de café con las dos manos y se lo tomaba así, sin sacar la cuchara siquiera, como si lo estuviera protegiendo con esas manos delgadas. Y tras la tercera puerta había ropa. Vestidos, pantalones, blusas, poleras, abrigos; incluso la blusa negra con puntos blancos que le gustaba tanto y que había usado esa última última noche. Las prendas que estaban ahí guardadas tenían algo en común: Estela había decidido dejarlas en el pasado, quería olvidarlas porque de una u otra manera le causaban o le recordaban cierta incompresión. Al tomarlas y mirarlas nuevamente se dio cuenta de ese actuar inconciente que llevaba a cabo. Adquirieron sentido para ella esos súbitos cambios en sus gustos por la ropa, que si bien no la habían extrañado tanto como para cuestionárselos, sí los tenía muy presentel qs. Junto a las blusas colgaban los vestidos, entre ellos Estela encontró uno de color azul que le llamó la atención. Primero porque era de un color muy vivo y ella no solía usar ropa tan llamativa. Segundo porque no fue capaz de recordar la razón de estar ahí de ese vestido. Al intentar encontrar esa razón en su memoria y no poder hacerlo, Estela comprendió. “Olvidé completamente lo vivido con este vestido. Pero, ¿realmente lo superé?¿realmente lo dejé atrás?¿qué pasaría si lo vivido con él fuese algo parecido o igual a lo que estoy viviendo ahora? Por eso he cometido los mismos errores una y otra vez”. Recién en ese momento Estela se dio cuenta de cómo había vivido los últimos años, de por qué ya no escribía, de por qué su vida era tan monótona y solitaria; de como evadía el sufrimiento en vez de aprender de él. De que no había hecho nada por superar esa incomprensión de su propia vida.
Se probó el vestido. Se miró ante los espejos, caminó, movió los brazos, modeló. Era muy cómodo y le gustó como se veía con él, se sentía muy bien. La imagino. Debe verse hermosa.
Estela se enfrentó a la ventana que llevaba de vuelta a su lado del espejo. Todavía tenía el vestido puesto, y nuevamente su imagen no aparecía en el reflejo. Intentó tocar el vidrio y vio como parecía dilatarse ante el tacto de sus dedos. Pensó: ¿Y si regreso así, con el vestido puesto?
Todo lo que he relatado ha sido escrito por Estela en una carta que me ha enviado. Ahora nuestros caminos se han separado completamente y este mundo es demasiado grande (y tan pequeño a la vez) como para que se vuelvan a reencontrar pronto. Y si es que lo hacen, de seguro las circunstancias serán muy distintas. Sin embargo, sigo creyendo lo mismo: la mejor decisión fue despedirnos. Yo no sabía lo que Estela buscaba en mí, y lo que es peor, no sabía lo que yo buscaba ni lo que yo podría llegar a buscar en ella en el futuro, y lo cierto es que la incertidumbre de la respuesta a esa interrogante me asusta. Mi proyecto de vida no es compatible con el de ella, a pesar de la química entre nosotros y de todas las cosas que tenemos en común. Quizás simplemente yo no puedo aceptar una relación con alguien menor que yo. Así de menor, me refiero. Una parte de mí quisiera pensar diferente y retomar el contacto, pero la decisión ya está tomada. Mejor dicho: ya fue tomada y no intentaré cambiarla. Ya todo es diferente ahora. No por nada renuncié a mi trabajo después de lo sucedido, y no, no fue solamente por Estela, otras cosas que no es necesario mencionar me influenciaron. Una de ellas es que me di cuenta de que todavía quedaba mucho por crecer a pesar de mi edad.
Lo último escrito en la carta es lo siguiente: ella al fin siente que tiene algo que contar, que ya encontró un camino a seguir, que ya no seguirá escapando de sus sentimientos, que ya no evitaría la incomprensión sino que trataría de resolverla. Que volverá a escribir, y que esa carta fue, para todo eso, su primer paso, su verdadero regreso a la realidad.
P.D. = Debo confesarlo. Había previsto parte de lo que sucedería después de la despedida. Por eso cuando la miré directo a los ojos por última última vez, dejé en su alma un regalo que sabía que le gustaría.

1 Comments:

Blogger Eduardo said...

Hola, muchas gracias por publicarlo acá :)

Me gustó mucho lo que dijiste respecto al cuento, tiene algo de cierto y también algo de no tan cierto.

Tengo muchas ganas de escribir, hace tiempo que no lo hago ... ahora estoy retomando el sitio.

Muchas gracias de nuevo :)

Eduardo

5:02 p. m.  

Publicar un comentario

<< Home